miércoles, 24 de noviembre de 2010

UN AS EN LA MANGA

Lo que más me gusta de este sitio es que todos madrugan. Hoy el ruido de la lonja me ha despertado a las seis y media. Pero aquí despido al sueño con alegría y me levanto lleno de vigor. Aunque el sol todavía no haya salido del todo, me calzo deprisa para ir a pasear.

Abandoné esta aldea cincuenta y cinco años atrás, obligado por mi padre, que me decía que el mar ya no daba tantos peces como antes. Me repetía una maldición lanzada por las olas a los pescadores, que la escuchaban jornada tras jornada, faena tras faena. Era un mal augurio: un futuro sin jóvenes, sin niños, sólo con ancianos para salvaguardar la memoria de las miles de manos que, durante centurias, se ajaron de tanto redar.

Mi pueblo se llama Lur. Han cambiado muy pocas cosas de cuando partí. La principal es la noche. Al principio de estar en la ciudad, si me decían que ya estaba oscureciendo, yo respondía que se equivocaban. Sólo habíamos perdido algo de luz. Les explicaba que en mi casa la oscuridad era tan negra que nos deslumbraba la luna cuando aparecía grande. Pero ahora ya hay electricidad y no diferenciamos la llegada del ocaso. Sin embargo, la gente continúa igual. Sigue a lo suyo, tan desconfiada como antes, y más supersticiosa que nunca. Aunque conmigo han sido hospitalarios. Seguramente porque les pertenezco. Muy pocos han vuelto.

Me estoy muriendo. He regresado para que me entierren en un pequeño cementerio que hay a las afueras. Y no estoy triste, pues recordé como si fuera un sueño, una historia que ocurrió aquí.

“Unos años antes de que yo naciera, apareció en la plaza de la iglesia un bebé dentro de un saco viejo. Fue un hecho insólito, pues ningún padre ni ninguna madre del pueblo lo aceptó como hijo suyo. Cuentan que algunos quisieron ahogarlo en el mar, asustados por su fealdad. Creían que una criatura tan horrible traería consigo algún estigma del mal. El párroco medió, sin embargo, a favor del huérfano y se encargó de su cuidado.
Pasaron los años y, siendo yo niño, murió el buen rector. En su lugar vino un presbítero ordenado en la gran ciudad. Entonces, Yézte – así llamaban todos a aquel ser deforme – fue relegado a una choza en el cementerio. Allí trabajó primero como cuidador del jardín que coloreaba al camposanto. Luego, por su aspecto patizambo y poluto se le nombró enterrador.
Todos los pecadores del lugar se aliviaron. Jamás nadie había querido ejercer el oficio y así el trabajo en las inhumaciones era impuesto como parte de la penitencia para expiar las peores conductas. Les repugnaba más que otra cosa hermosear los cadáveres para las honras fúnebres. No entiendo por qué dábamos tanta importancia a que los restos de los nuestros tuvieran un aspecto saludable. Pero los parientes gustaban de mostrar, ante la comitiva condolida que se agrupaba en las ocasiones de desgracia, la buena apariencia del recién fallecido. Por eso, junto al muro principal del cementerio había una pequeña edificación de planta octogonal concebida como casa de custodia. Era la choza de Yézte. Tenía una sola habitación diáfana e iluminada por la tenue luz de ocho velas que quemaban sobre los candeleros fijados en las esquinas de la sala. Una única ventana daba entrada a la claridad del sol, mitigada por los nimbos omnipresentes en todo pueblo del norte.

Yézte acogió con orgullo su nueva labor. Creyó que si trabajaba bien encontraría su sitio en nuestra pequeña comunidad. Nunca permanecía ocioso, ni siquiera cuando la muerte obviaba la existencia de mi aldea. Hacía de orfebre cuando trazabaa con su buril los grabados del columbario, donde se guardaban las urnas vacías de los náufragos. De jardinero y floricultor también: tanto poblaba con alheñas perfumadas los parterres del recinto como plantaba en los taludes corazones, jacintos, no me olvides y hermosas. Mantenía limpias las estatuas, pulía cruces y restauró las canaletas de riego. Elaboraba ramos y coronas de difuntos para ofrecerlos a los visitantes que acudían a orar por los suyos. Pero aquéllos aterrados por la presencia que nunca aceptaron, le rehuían. Muy de cuando en cuando alguna persona con remordimientos dejaba alguna bolsa con carne, leche o pescado frente a la tumba de sus antepasados. Algún otro hacía lo mismo para evitar verlo por el pueblo. Yézte las recogía en su ronda diaria. Sin estas limosnas su alimento hubiese consistido únicamente en los frutos de un huerto que él mismo cosechaba. Se sabía maldito por nacimiento y condenado a vivir en soledad por su trato con los muertos.

Y fue en ellos donde buscó el consuelo que tanto deseaba. Durante sus primeros embalsamamientos, dedicó grandes esfuerzos a que su tarea fuese halagada por los familiares del difunto. Pero los continuos desaires a los que se vio sometido cambiaron sus motivaciones. Cuando bañaba un cadáver en aguas aromatizadas ya no pensaba en el velorio sino en la compañía inerte que el destino le había traído. Se zambullía junto al difunto en la mezcla de agua y compuestos aromáticos que él mismo elaboraba, destilando al baño maría un preparado de aloe, artemisa y lavanda que permanentemente dejaba macerar en su habitación. El barreño era grande, como para que cupiesen tres personas echadas. Las llamas casi apagadas de los cirios proyectaban la débil sombra magnificada de sus manos, que recorría las ocho paredes del habitáculo sumergiendo su figura en el centro de un caleidoscopio envolvente. Las piedras, convertidas así en improvisados lienzos, mostraban la suavidad de Yézte al manipular los cuerpos. Primero daba un masaje en las extremidades y rostro, para devolver algo de elasticidad a la piel corrupta. Luego recubría con cera los socavones que la muerte deja en la cara. Después, y una vez seco, repasaba el maquillaje. El último punto del proceso era coser la boca y sellar el resto de orificios.
Él sabía que al día siguiente debía desaparecer, justo cuando los familiares apareciesen para velar al difunto. Su aspecto aún era peor que antes, pues se estaba despellejando a causa de los alcoholes utilizados en la maceración. Por supuesto ya había dejado bien dispuestos los preparativos del entierro. Y una vez oficiado por el párroco, él volvería para finalizar la sepultura sin ser visto. Por eso aprovechaba la víspera para charlar con quienes no podían oírle.
El tema preferido era su jardín. Les contaba como sustituyó los sauces por almendros. Por qué las ramas caídas le recordaban su tristeza y los lloros que tantas veces no oyó nadie. Relató su alegría al caminar entre las lilas, los cerezos y las yucas que plantó tras cortar la población de cipreses que a su parecer le miraban altivos. Y cómo aquel febrero agitó las ramas de los almendros, para que una cascada de flores blancas se precipitase sobre él, mientras giraba con los brazos extendidos imaginando que una colonia de mariposas revoloteaba a su alrededor.

Así pasó algunos meses, entre monólogos que nadie interrumpía y el esmero cuidado de los árboles. Al cabo de ese tiempo su espíritu volvió a agitarse, por una renacida ansia de compañía. Se movía desconsolado por el cementerio y miraba furioso a los recién fallecidos que debía preparar. Mascullaba los nombres de antiguos infiernos, a la vez que evocaba a sus dioses. Ofrecía su vida, su alma y acciones futuras en favor de alguna resurrección. Ya no quería hablar. Deseaba escuchar, pasear junto a alguien más o tantear alguna vagina que no sellara de inmediato. Conjuró incluso a la Muerte, aún sabiendo que en ese lugar era más que peligroso.

En la aldea se empezaron a escuchar gritos provenientes de ese hogar de muertos. Ocurría siempre la noche que los familiares de alguna joven difunta habían dejado el cuerpo a los cuidados del sepulturero. Los lugareños acogieron con terror esos alaridos. Pero yo, extraño a cualquier miedo por mi corta edad, decidí espiar lo que allí pasaba. El día en que los padres de Alfonsina, una chica muy guapa de quince años, acababan de dejar a su hija, me escapé a observar.

Salté el muro del cementerio apoyándome en las manos alzadas de un ángel, que esculpido en piedra de roca, reflejaba la paradoja del lugar: el vuelo atrapado dentro de un recinto para encerrar almas. Me dirigí a la cabaña octogonal, donde encaramado en la ventana, contemplé la siguiente escena.
En medio del claroscuro de su alcoba, Yézte se movía compungido alrededor del cuerpo. Cayó entonces al lado del cadáver, y mientras lo abrazaba lanzó un sonido parecido al de la sirena de los barcos.
- Maldita Egoísta – gritó mientras peinaba con sus dedos el pelo de la muerta -. ¿Tanta importancia tienen para ti los días? Pido unas horas, únicamente, antes de que te las lleves al valle que tan bien conoces. Oír sus voces, bailar con ellas, soñar que alguien acompaña por un momento a este desgraciado engendro tullido. Pero no me respondes. Soy tu empleado más fiel. Dedico mi vida a embellecer estos rasgos afilados – acarició la nariz y la mandíbula de Alfonsina -, a devolverles el color que tuvieron en vida; nadie viene a tus brazos sin sus mejores vestidos y no hay esencia que no exhalen sus poros. Todo gracias a mí. Y lo hago para que te sientas orgullosa de quienes te acompañarán para siempre. Pero Tú me desprecias, como todos. Pues a partir de hoy se acabó. Te condeno a caminar rodeada de esperpento.
- ¿Cómo te atreves? – Interrumpió la Mujer más bella que jamás se haya visto -¡Mírame! Soy hermosa, pero vosotros, necios ignorantes, me representáis en un arcano como un esqueleto harapiento. A pesar de mi dulzura me teméis; a mí, que por los placeres que otorgo nadie regresa de mi mundo. Me negáis aunque os rescato de vuestra miseria y debo soportar que mi nombre queme en vuestras bocas. ¿Y tú te llamas desgraciado?
Quedé yo helado de terror. Agarroté todos mis músculos para evitar caer al suelo. Me había agarrado con tanta fuerza en el alféizar que las heridas de mis uñas tardaron varios días en cicatrizar. Por suerte pasé desapercibido y ellos prosiguieron su encuentro.
- Mi Señora – imploró postrado el enterrador – yo os entiendo y vos me comprendéis. Raptadme, pues, de esta vida y permitid que os siga.
- No es la hora, buen Yézte. Sin embargo eres mi mejor sirviente. Te propongo un juego. Cada año, al llegar este día, podrás celebrar una fiesta con los difuntos que tú elijas. Los escogerás colocándoles una carta en la manga, antes de enterrarlos. A los marcados de este modo, despertaré en el aniversario de este encuentro, y jugarán contigo a la carta más alta: quién la lleve será tu pareja de baile. Mientras, el resto mirará para acompañar tu velada. Pero ten en cuenta una cosa: vivirás un año menos por cada fasto al que acudas. Sabrás de tu fin cuando mi cara aparezca en tu baza. –.
Y sin mediar más palabra desapareció.

Ambos cumplieron el pacto. Fui testigo oculto de muchos festejos, en los que el sepulturero compartía pasos con las muchachas más bellas del pueblo. Fue aprendiendo el mejor modo de organizar los turnos y manos a fin de no coincidir dos veces con la misma joven. Gozaba entre coros de risas y aplausos con unas diversiones antes prohibidas. Pero a pesar de ello se lamentaba por no sentir la felicidad que había soñado.
Posó sotas y reyes también en los féretros que guarecían a hombres de tradición galante. Pero los jaleos de sus nuevos invitados tampoco aumentaron su ánimo. Se celebraron varios bailes en los que ni su creciente reconocimiento entre los difuntos ni las alegrías que compartió con distintas pretendientes, le colmaron del todo.
Y así, entre fiestas cada vez más concurridas, llegó el fatídico final. Engalanado con su mejor traje recogió el naipe nefasto de la mesa de juego. Entonces apareció la Muerte, ataviada sólo con un collar y un lujoso ornamento que lucía alrededor de su cintura.
- Hoy no habrá danza, Yézte.
Desoyendo estas palabras se acercó él a Ella, y canturreándole al oído, le brindó los honores de un último compás.
- Gracias – susurró Ella llorando -, eres el primero que me sostiene en sus brazos. Me gustaría repetirlo, pero eso no puedo hacerlo en mi mundo. Mi hogar está habitado sólo por espíritus. Son reflejos de lo que vive aquí, y a la vez difiere en mucho con lo que ahora veo. Incluso un pensamiento tiene demasiada materia al otro lado de la vida. Pero si tú me dejas, invertiremos el juego. Te marcaré a ti como tú has hecho con otros y nos reuniremos todos en una fiesta anual, mientras perduren los tiempos.
Asintió el enterrador, con una sonrisa, a la invitación de su amada... y antes de que el moribundo perdiera la conciencia por completo, Ella puso un naipe bajo su camisa “.

Pasados unos años cerraron el cementerio. Contó el nuevo enterrador que cada cinco de febrero oía música y veía luces. Comentó incluso haber reconocido a Yézte. Mis vecinos, supersticiosos, decidieron darse sepultura en otro lugar.
Yo, sin embargo, he dejado todo dispuesto para descansar junto a la tumba de Alfonsina. Mientras deambulo por estas calles angostas que se precipitan hacia el mar, espero que llegue mi día. Reviso, eso sí, el interior del puño de mi camisa, pues guardo un as en la manga.