domingo, 13 de diciembre de 2009

SAROBE

Apenas un indicio de sospecha, sólo la incredulidad que nos lleva a una desconfianza, tenue y efímera, ante una pareja joven que viniera a comprar algunos acres de estas tierras. No nos juzgue de antemano, pero entienda que miráramos con cautela aquello que cambiaba el orden natural de las cosas. Este pueblo está destinado a morir, a ser reliquia, a alimentar la imaginación de los que viven la fantasía de los parajes despoblados; las calles que han acogido a tantas generaciones terminarán recorridas por soñadores románticos que perciban el aislamiento, la incomodidad del frío o el cansancio como una ilusión deseable, como una auténtica forma de vivir a la cual ya no pueden acceder. Por ello le pido que no le extrañe nuestro recelo. Al menos considérelo natural como primera reacción. Sobre todo aquí donde no hay lugar para la incertidumbre pues no sucede nada nuevo y todo transcurre según lo ha hecho antes y se hará después. Incluso la muerte, el cambio más absoluto, se ha vuelto previsible entre nosotros, y por tanto, aunque trae tristeza la asumimos sin temor. Quizás así entienda mejor lo que otros querían decir cuando hablaban de que nos pusimos alerta por si eran una amenaza.

Para que pudiera comprender del mismo modo que yo lo que aquí relataré debería explicarle mi historia, la de mis padres y la de mis abuelos, pues pensando ahora en lo sucedido, ya con calma y reflexivo, me doy cuenta cual ha sido realmente mi delito: soy culpable de arraigo. Sin embargo, sólo descargaré sobre mis difuntos parte de los remordimientos que han de hacer que no muera tranquilo, dejándole a usted escrito el recuerdo de lo ocurrido. No se extrañe de observar más clarividencia al inicio de la narración que en la descripción de los últimos acontecimientos. Tampoco lo achaque a un problema de memoria; es causa de mi obcecación, mezcla de miedo y de ira, que aumentaba según transcurrían los hechos. Así contemplé el final con un velo tejido por la estupidez de mis instintos.

Siempre es difícil fijar un comienzo, pero en este caso creo que no me equivoco si hago coincidir el origen con una exaltada visita de Edurne. La viuda irrumpió en mi casa tras su paseo vespertino, con el que disfrutaba viendo la puesta de sol.
- ¿Se ha enterado? Los herederos de Jon han vendido.
Lanzó la noticia deprisa, casi precipitada sin darme tiempo a buscar una excusa para echarla de mi casa. Desde que murió mi esposa sentía la necesidad de alejar de mí a esa vieja que apestaba a soledad. Nunca supo, a diferencia que el resto de nosotros, resignarse a la nostalgia de la senectud, al desamparo de las ausencias de toda una vida. Por ello, a pesar de compadecerla, la rehuía temiendo que su desesperación fuera contagiosa. Sin embargo, aturdido por la sorpresa, la invité a entrar.
- Pero exactamente ¿qué han comprado?
- Todo. Incluso las tierras.
- No es posible. Cuente y no pierda detalle.
- Salí hacia las siete, todavía de día, para acercarme al pozo de Goiko. Quería ver si a la mañana necesitaría ayuda para ir a por hierbas. Iba descuidada y fue cuando cruzaba el praderío hacia el sendero de la borda, que escuché a mi espalda <>. ¡Qué susto señor mío que pasé!. Entonces al girarme, ya recuperada, les vi.
- Vale, vale, no se sulfure. Sírvase de otra copita. ¿Cómo eran?
- Pues no sé, jóvenes. Él parecía simpático, como buena persona. Alto y moreno, aunque no muy fuerte. A este el invierno se lo come – añadió -. Pero muy contento. Apostaría que fuera él quien gustara comer del prado jugoso.
- ¿ Y ella? – pregunté saboreando yo también mi licorcillo, sobre todo para celebrar la excitación de Edurne.
- Mucho más reservada. Y extravagante. Toda la cabeza lisa, rasurada a maquinilla salvo una pequeña mata de pelo; así –improvisó un moño espeluznante - similar a una tonsura, ya sabe, de párroco de los de siempre.
- Bien, bien, pero ¿qué le contaron?
- Bueno al principio por educación hicimos las presentaciones <> y por supuesto me ofrecí para cualquier cosa. Ellos dijeron sus nombres << Marcelo y Silvia sus nuevos vecinos>> y también se mostraron ambles. Dieron detalles, sin que yo se lo pidiera, de la compra que habían hecho. Estaban interesados en adquirir una posada y de todo el valle escogieron Sarobe. Lidiaron con los herederos de Jon , pues éstos sabían de las dificultades que acarreaban sus tierras. Y como tienen la misma testa obtusa que su padre, no desvincularon ni un solo momento la venta de la posada de la de esas tierras propiedad de su familia que nadie quiere ni regaladas.
- Usted les aviso, supongo.
- Sí, claro. Les nombré una a una las servidumbres de agua, las obligaciones de cesión de paso, y los bienes comunales que habían adquirido. Sin embargo ellos ya sabían, y habían jugado esa baza para conseguir mejor precio.
- Vaya, por lo que usted explica se nos va a llenar el pueblo.
- No, que va. Calle que eso es lo más extraño. Les empecé a hablar de reformas, de los conocidos que podrían ayudarles si arreglaban un buen pago, que ellos me cortaron de golpe, aunque corteses. Querían la posada, pero no para explotarla como tal negocio sino para otro.
- ¿Cuál?
- No sé, como no me contaron no pregunté.
- Doña Edurne, por favor...
- De acuerdo. ¡Como me conoce usted!. Es una lástima que no se avenga a conocernos más. Intenté averiguar, más por seguir charlando un rato que por interés pues ya sabe que sólo mis asuntos me importan, pero o bien no acertaron con la intención de mis palabras, o divagaron hacia otros caminos para esconderme sus propósitos. Total que he venido de vacío, con un misterio que me come por dentro.
- ¿Ha hablado con alguien sobre este tema?
- Hombre, ya le comenté al principio que iba a ver a Goiko....
- ¡Dios santo!. Mañana esto será un hervidero de suposiciones. Iré a verles en cuanto salga el sol. Debo evitar la peregrinación de todas ustedes, llevando botes de miel en la mano, hacia la posada. ¡ A saber que chisme inventado me encontraría a la tarde en cualquier corrillo de cotorras!
- Pero, hombre, no falte.
- Ande, ande. Y guárdense todas de curiosear, que en cuanto sepa algo convocaré una reunión.

De esta guisa eché a la vieja de mi casa. Marchó contrariada, más porque aún quedaba licor en la botella que porque pusiera fin a la conversación.
Llegados a este punto le referiré cual era mi responsabilidad en todo este asunto. Mi abuelo fue alcalde del pueblo, costumbre que pasó a mi padre y luego a mí. Ya le he explicado que recelamos ante los cambios. Desde que llegó la democracia mi reelección es más divertida. Montamos un gran teatro, con papeletas impresas, mesa electoral, vocales y testigos. Hasta doy un discurso acompañado de la banda municipal. Pero no hay quien ose disputarme el cargo. Sólo ocurrió una vez. Vino un político, de esos de partido, a empapelar durante la noche los árboles de la plaza con su foto y un emblema. Por si le interesa le diré que mi comportamiento fue acorde con los nuevos ideales. Arropado por la algarabía de todos los vecinos le entregué el báculo de alcalde a través de la luna trasera de su coche. Marchó custodiado por la Guardia Civil, quienes entre risas reprobaron nuestros malos modales. Desde entonces los partidos vienen a hablar conmigo, y para ser justos debo señalar que no pagan mal.
Por mi condición de dirigente sabía que, como quien no quiere la cosa, recibiría una delegación de vecinos curiosos pidiendo explicaciones acerca de los nuevos posaderos. Los veía ya en sus casas, ávidos e insomnes, contrastando los detalles que les hubiera dado Edurne con los que brotaban de sus imaginaciones fértiles. Esa certeza no me dejó pegar ojo. Yo aparecería, a media mañana con unas respuestas sencillas, llanas y verosímiles, diferentes en todo a sus elucubraciones nocturnas; y la versión de la vieja loca, más satisfactoria que la mía, prevalecería por siempre jamás. Una hora antes de la salida del sol ya estaba preparado calmando mis ansias con los restos del licor de la vigilia.
Le diré que esa mañana estuvo llena de descuidos; porque cientos de ojos mirando una puerta no pueden atender otros quehaceres. Aunque más grave fue que yo me sustrajera de la sensatez y olvidase mis obligaciones en favor de un ímpetu indignado que iba creciendo según avanzaban mis averiguaciones en el recién constituido nuevo hogar. Caí en la trampa de la conversación cordial, de su estrategia halagadora para esquivar mis preguntas y de sus buenos modales que eludían el enfrentamiento. Quedé soliviantado por la elocuencia torrencial de ese joven. Pero, por encima de todo, descuidé la llamada de la razón, el único asidero restante para apocar mi deseo de venganza por la postura de la joven, cuyos ojos, bajo esa tonsura extravagante, me señalaron el camino peligroso que recorrían sus pensamientos, desde el fastidio inicial ante lo que ella creía simple curiosidad hasta la advertencia de que me cuidase mucho de no entrometerme en cosas ajenas. Así salí por esa puerta blandiendo mi malhumor. No necesité convocar al pueblo que estaba ya ansioso esperando frente a la posada.
- Pues será que no han querido soltar prenda esos petulantes- bramé frente a la muchedumbre.
- ¿ Qué le han contado? – Fue Goiko el que olvidando sus obligaciones con el ganado me lanzó la pregunta.
- Poco. Digamos que nada de interés. ¡ Les encanta este lugar! Que si ha sido un descubrimiento, que si vaya montañas, que cuánto verde, que ¡Hostias!. Se van a enterar. Y como si no hubiera suficiente misterio ya, va el marido y me suelta que cobijarán a algunos familiares para que les ayuden en el negocio. Claro, me he dicho, ahora entro a trapo. Pero, no. A su buen parecer, en honor a la discreción necesaria para el éxito del negocio, sólo me puede adelantar que todos nosotros sacaremos provecho de su talante empresarial. ¡A tomar por...!
- Sr. Alcalde, por favor. – Edurne sonrió complacida de que sus hipótesis cobraran fuerza, sin miedo a que ningún desmentido por mi parte trajeran seso a sus locuras.
- De acuerdo. Haré según se debe. En vistas de los aquí reunidos, por su número y calidad, - o sea, no faltaba ni Dios,- convoco pleno municipal con carácter extraordinario. ¡Que se acerque el secretario a levantar acta! – Esperé unos segundos sin atisbar movimiento alguno. Conté hasta veinte y de ahí a treinta y mi cara se puso roja a los treinta y cinco cuando no pude más con el bisbiseo de << avisadle que no se entera >>. Estallé en palabras que no dieran lugar a equívoco - ¡ Julián, coño, venga con la libreta!
- ¡Ah!, a eso se refiere. Hable claro que ya sabe que me cuesta.
Lo que ahora sigue, no aporta nada a la historia. Pero están en mi testa, como una pesadilla, los ocho minutos que tardó el escribano en recorrer doce metros. Que renquease de una pierna tampoco era tan inusual entre mis vecinos. Quien más quien menos adolecía de algo. Ahora bien, aquel desgraciado conversaba con su extremidad maltrecha. << Te vas a mover según te ordene >> , le decía, << ánimo que esto es importante no vayamos a quedar mal>>. << para un poco que te circule la sangre>>. Lo que hubiese sido un espectáculo paupérrimo, digno de compasión para cualquiera, fue aprovechado por los presentes como motivo de alegría y guirigay. Comenzó Goiko y luego, uno a uno, se fue sumando el resto. << Alehop >>, jaleaban cuando el tullido movía el bastón; y con un <> aplaudían el avance de la pierna. Alehop...plas; alehop...plas; alehop...plas. Cuando llegó a mi lado reverenció al público con la “v” de la victoria, girando sobre si mismo, para mostrarla a todos. Me enervé tanto que también le saludé con un plas en su cara. Cayó al suelo y tardamos un rato en reanimarle.
Perdonen el inciso, pero con este episodio en la cabeza se me hacía difícil continuar. Proseguiré con un parche, un adjunto que me evitará ser infiel a lo sucedido, pues como el descontrol dominó los acontecimientos y ahora mi espíritu está en calma, no deseo que mis recuerdos se adornen de bondades falsas. Estábamos cabreados, esta es la verdad. Así, para que se haga una idea exacta de nuestras deliberaciones he grapado el acta de la reunión. Advertirá en su lectura ciertas dificultades; el lenguaje es impropio de un documento de este tipo y la redacción, en fin. Quizás me equivoqué al elegir a Julián como secretario, pero si bien la transcripción es algo libre debido sobre todo a los problemas de mi escribiente con el dictado, es admirable su capacidad de síntesis. Cazó la idea al vuelo. Lea detenidamente la nota.



Sarobe, 7 de Septiembre de 1993
Aquí viene lo dicho en Junta:
El Sr. Alcalde explica cómo quiso saber de las intenciones de los susodichos. Sus putas madres tenían el útero pequeño lo que provocó asfixia cerebral en los susodichos. Doña Edurne solicita una comisión que espíe los movimientos de los susodichos. El Sr. Alcalde manda a tomar por culo a Doña Edurne. El Sr. Alcalde se caga en la monarquía y en la democracia. Servidor también se caga. El Sr. Alcalde demanda una propuesta juiciosa. Servidor abronca a su esfínter sublevado. El pueblo se subleva ante el hedor emergente. El Sr. Alcalde grita: ¿qué mierda es esta ?. Servidor atiende a la orden y la enseña. El pueblo delibera. La propuesta de Goiko es jaleada por el pueblo. El Sr. Alcalde no da crédito a sus ojos. Servidor cierra los ojos al ser estrellado como ariete contra la puerta de la posada. Servidor se despierta encima de unos fardos y termina de redactar esta acta aprovechando que tiene las manos libres.
El Secretario
Ruegos y preguntas: Atendiendo al cariz institucional de los hechos de esta mañana, el arriba firmante solicita la compra de una nueva boina a cargo de las arcas municipales, entendiendo que los desperfectos causados por el pomo de la puerta no son susceptibles de remiendos.


El manuscrito de Julián nos emplaza a usted y a mí a viajar al interior de la posada. Le ruego atención a las líneas siguientes, pues en ellas encontrará el germen del asunto que ahora nos enfrenta y quizás también la solución.

Doy gracias a Dios por sentir miedo. Cuando vi que la turba alocada tiraba abajo la puerta quedé paralizado por el pánico. Esos segundos, sin duda, me devolvieron el buen juicio. Sus empleados se encontraban en suelo del salón agitando pies y manos entre gritos y bastonadas resueltos a no sucumbir. Yo agarré una silla y la lancé por la ventana. El estruendo de los cristales atajó el linchamiento y recuperé mi autoridad. Viéndome de nuevo capacitado en el mando ofrecí mi ayuda a la pareja maltrecha. Enseguida se organizó un revuelo de voces, brazos y carreras en pos de dar cura a las magulladuras de los dos heridos. Aún puedo ver su expresión absorta, reflejo de paroxismo e incertidumbre; la duda patente en sus labios esbozando un conato de protesta y la perplejidad al cruzar sus miradas sugiriéndose aceptar con resignación lo que allí estaba ocurriendo. Y fue entonces, mientras estábamos atareados con apósitos y linimentos, que una ráfaga de aire entró por la ventana guiando nuestros olfatos hacia donde permanecía sentado Julián.
- ¡Cabrones! – El grito de aquella pobre chica fue desgarrador, y continuó arrodillada junto al sillón, balbuceando empapada de lágrimas – Nos golpean, nos insultan, nos curan, y ahora nos joden la mercancía.
Le ahorraré los detalles más escatológicos. Nadie se había cuidado de limpiar al escribiente. Imagínese sólo una filtración de aguas. Pero lo realmente importante fueron las últimas palabras de la joven. “La mercancía”. El enigma, el asunto, el negocio, la causa de tanta locura yacía en el suelo, envuelta en un fardo. Le ordené a Julián que lo desatara quien solícito desenvolvió el paquete sin hacer ascos de sus propias heces.
Apareció el secreto. Tras un silencio inicial y un momento de estupor comenzó de nuevo la vorágine. Esta vez las risas sustituyeron a los golpes y los pañuelos a los apósitos. << Pan, pan, guardemos el secreto>>, se oía.; <>, bromeaban también. Mientras tanto Julián se rebozaba en el contenido del fardo volteando a cada carcajada. Marcelo brincó del sillón, pero Dña. Edurne le agarró del brazo.
- Idiotas, casi os matamos por una tahona. No sé cómo será en la ciudad, pero en el campo desde luego no es necesaria tanta cautela.. Y ese otro fardo, ¿qué guarda, el oscuro misterio de la levadura?
Sin tiempo a ser respondida con alguna inconveniencia, cayó sobre el joven asustada por el aullido de Julián.
- Yujuu... es un milagro. Esta harina es mágica. Miren todos mi pierna. – Y en efecto se puso a saltar desplazando su pierna izquierda con la derecha y viceversa, adelante, atrás, un lado, otro, varias veces, cada vez más rápido, intercalando hacia al final del baile algún giro para complicar su acrobacia.
Ante tal prodigio de la ciencia alimentaria los presentes ya se pegaban para probar la harina. Y entonces Silvia me imploró, agarrando y besándome los pies que pusiera fin a aquello.
- Por Dios, ayúdenos. Mátennos si quieren, pero dejen en paz la mercancía. Si continúan tragando de ese modo otros acabaran con nuestras vidas. Ponga fin, y le contaremos la verdad. Y por el bien de sus vecinos mejor que paren, eso no es harina.- Tanto sollozo me conmovió.

Así fue como me enteré de sus negocios. Considero una injusticia que quiera matar a Silvia y Marcelo, ya que son culpables sólo de inexperiencia. Yo, sin embargo, que he vivido mucho más y poco miedo tengo a morir, digo no a sus negocios si el pueblo no puede intervenir en ellos. Ya le he hablado del arraigo. Un buen acuerdo entre usted y yo traerá prosperidad y con ella vendrá vida nueva y yo habré cumplido bien como alcalde.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

UN RECUERDO

Mi madre se apresuraba en ordenar la casa, a dejar todo dispuesto para acomodar – tal y como lo entendían ella y las deudas que nos acuciaban – al recién llegado.
- Estará al caer – me dijo – tu tío, ya sabes. Lo viste una vez, de pequeño, imposible que le recuerdes. Fue hace diez años en la maternidad.
- Vale. – Contesté, y seguí con lo que fuera que me ocupase, nada importante pero que mucho tendría que ver con mi bicicleta nueva.
Desde la cocina, el ruido de las ollas al chocar, de las tapas al caer al suelo y de los armarios al cerrarse, no conseguía apagar el chillido agudo de mi madre empeñada en destruir el ritmo caribeño de una cancioncilla. Jamás antes la había visto limpiar con el ahínco de aquel día. Ni siquiera cuando mi padre, aporreando la puerta por no encontrar las llaves, insultaba a mi madre con otra voz distinta a la de las mañanas, haciendo equilibrios en el pórtico, y la gritaba porque yo estuviera despierto si aún en calcetines asomaba la cabeza para oír los reniegos sobre la pocilga en la que vivíamos.
Por una vez ella corrió a coger el teléfono.
- Vale no te preocupes. Quédate donde estás. Ahora mando a Chus a por ti. - Y tras colgar me llamó, histérica, como buscándome en el patio de los vecinos.
- Se ha perdido donde el pantano. Cogió la pista de asfalto en lugar de la de tierra, el muy imbécil, eso que yo le indiqué bien. Reculará hasta el cruce. Ve a por él. Haz algo de provecho con esa bici tuya.
Salí deprisa, empujando la bici. No me era fastidioso el encargo. Permiso para ir al pantano, tan alejado de los límites por los que me permitían circular; y ahora, de repente, una orden, un mandato nervioso de mi madre liberaba de prohibiciones un sitio en mi deseo.
Pasé de largo un coche verde, un lupanar rodante provisto por el cliente. Más allá el deportivo de mi tío. Rojo. Y él de pie junto a la puerta, pequeño, mayor que papá.
- ¿Chus? – Preguntó - ¡ Dios, como has crecido!
Era imbécil, en efecto. Pero me regaló un balón de reglamento firmado por los jugadores de la selección. Cargamos la bici y nos fuimos para casa, contentos ambos, él por su conciencia limpia, y yo por mi nuevo amigo, el balón del equipo nacional.
Mi madre nos esperaba desvestida con unos pantalones cortos y un delantal colgando de sus pechos. Para dar la bienvenida entornó sus labios con voluptuosidad, luciendo el perfilado carnoso que según me decía era heredado.
- Tienes los labios de mi familia, – se jactaba a veces – igualitos a los de tu difunto abuelo.
Sin embargo, frente al espejo, mi boca carecía de rebordes prominentes. La suya aumentó, aunque ella lo negara. Papá no se dio cuenta. En ocasiones, llamaba a la puerta un cirujano. << La factura es cara>> - sonreía -<< probemos cómo funciona mi obra de arte>>. Y yo, loco de alegría, contando las monedas del médico, corría a darme un festín de golosinas y refrescos junto a mis amigos, en el bar de la plaza.
Allí fueron mamá y el hermano de mi padre. Al poco salió Antonio, el propietario, a impregnarme con su hedor a dinero rancio.
- ¡Niño, vete a tomar por culo con la pelotita! ¡Menudo estropicio de cristales que me vas a hacer! – Y dirigiendo su mirada hacia dentro del local recriminó - ¿quién cuida a este diablo?
La mujer que me trajo al mundo dejó muy clara su autoridad. Pero la invitación de aquel rey mago, el gusto a regaliz, y una caricia en el pelo, bastaron para quitar la quemazón de mis carrillos. Hubiera sido un buen momento que sólo la saliva del camarero pudo fastidiar.
- ¿Quién va a pagar esto?
- Yo – contestó mi tío.
- ¿Todo?
- Sí
- ¿Lo que se debe también?
- Mi marido tenía algunas deudas, ¿sabes? – Clarificó mi madre sin esconderse, tomando resuelta la mano de su cuñado.
- Sí. Ya sabes que sé. – Y dirigiéndose al hediondo añadió – No. Lo que se debe no. – Antonio nos dejó solos, no sin antes mirar a mi madre con sorpresa, como si la respuesta rompiera un pacto.
Las manos se alejaron meticulosas, alzando primero el meñique y luego, uno a uno, todos los dedos hasta el pulgar. La palma de mi madre, erguida al lado de su cabeza, evocaba palabras con gestos, voces de frustración condescendiente ante la negativa de mi tío. De nuevo sentí un roce en el cabello, esta vez más duradero, y por un momento me imaginé feliz junto a aquel ángel compasivo. Hubiera deseado quedarnos solos y percibir lejos a la arpía, quien, sin embargo, no conforme al perturbar con su presencia, interrumpió.
- No podré devolverte el dinero que le prestaste. Hizo mal uso. Me lo tendrías que haber dado a mí cuando te lo pedí. Yo no tengo vicios.
- Papá me compró una bici – dije
Y ella, simulando cariño, se inventó una lágrima al contestar:
- Sí. Es lo único bueno que hizo en su vida.
- No os preocupéis ahora por eso. Pero, visto lo visto, no hay testamento ¿verdad?
- Cierto. Quería asegurarme que vinieras. Su muerte no es motivo suficiente.
- ¡Pues mierda!. Si pagaba fue para no veros nunca, ni siquiera en su funeral. –Respondió mi tío, disponiéndose a arreglar la cuenta e irse. Escuché que gritaba: -¡Si los abuelos del niño no han querido venir, aunque fuera para verle!
- ¡Espera! – y mientras se abalanzaba en un ademán desesperado añadió – hay un asunto importante para nosotros. El seguro.
Ambos se sentaron, ella ansiosa y él pensativo, demostrando sorpresa o indiferencia, fingiendo constreñimiento por decidir si dar alguna explicación. Me observaba, molesto por el escudriño rogatorio de mis ojos atribuible al aprecio de sus dedos, no al desenlace de la disputa. Resolvió hablar.
- Sí, el seguro. Soy el beneficiario. No es por algo que tú hicieras sino por todo el mal que has soportado. Ningún verdugo confiaría en su víctima. Tú sabrás mejor por las marcas recientes; no todas se disimulan. – Al instante mi madre rompió a llorar de recuerdos. Incluso me compungí al reconocer la sinceridad del llanto. Mientras, él añadía – Demasiado sufrimiento. Conozco algunos detalles, sus lamentos de borracho cuando la culpa era demasiado fuerte. Él en tu lugar te habría matado. La idea le atemorizaba y el seguro era un incentivo. En mi opinión, padeciste más que una santa junto a mi hermano. Quédate con el Cielo. Yo no me casé contigo.
De zorra egoísta a santa, y yo, sin comprender, veía a la monja llorica recomponerse, cejar en su actitud de estatua milagrosa tornando ácidas las secreciones sanguinolentas. Se puso felina.
- ¿Qué fue lo que te pidió a cambio? Aun pidiendo favor, sabía como hacérselo para parecer que era él quién lo hacía. Era más pobre, pero más listo que tú. Algo manipularía en su provecho
- Te equivocas. Sólo mi seguro. Firmamos un cruce de beneficiarios. Un canje sencillo: sustituí a papá por tu marido.
- ¡ El soltero empedernido!. Sin ataduras ni familia a la que cuidar.- Y mirando el reloj de pared del bar añadió – Pasa esta noche con nosotros. Por el crío. Mañana quemamos a su padre y yo tengo que organizar. Me debes al menos eso, desde hace mucho. – Se encontraron mirando con la memoria en algún pasado avivado por sus ojos, candentes.
Mi tío vino con nosotros. Y yo no podía quitarme de la cabeza a mamá, luchando con él para pagar la cuenta del bar; ella que maldecía incluso las cuentas a escote, se mostraba altiva como anfitriona, convidando.

Me ensucié de grasa con la cadena de la bici. Me avisaron que ya podía entrar a cenar, que estaba todo listo, con un grito que duró hasta que salí del cuarto con las manos limpias, y mi madre detrás, en el espejo, diciéndome que no servía de nada salir a la calle si luego llenaba la casa de mierda. En la cocina mi tío jugaba con la asnilla que nos hacía de mesa, balanceándola a la vez que se reía del desequilibrio de las patas. Papá había abroncado a mi madre porque no las igualara. Ella respondía que no era culpa suya si se bebía el dinero de la mesa. Pero en aquel momento de buenos aromas no hubo recriminaciones. Cuñado y viuda se sonreían, cómplices de un plan que de algún modo me afectaba, cediéndose con miradas tontas el turno de anunciarme el dictamen de su pacto.
- Será mejor que mañana no vayas al funeral de papá. Tu madre y yo estaremos solos, no acudirá nadie del pueblo. Además madrugaremos; mamá quiere saber si me gusta el sitio que ha elegido para echar las cenizas.
- Total – dijo ella – lo podrás visitar al día siguiente, si quieres. Las tiraremos junto a tu árbol, al pie de la cabaña donde escondes los cardenales de papá.
- Vale.- respondí y quedé contento de que marcharan juntos a la habitación; sólo yo frente a mi plato recién hecho y dos más, sabrosos, engullí al ritmo del zangoloteo de la cama.

Ni siquiera estuve triste porque mi tío no se despidiera tras el entierro. Defraudado quizás, pero mamá me besó, exultando como cuando yo celebraba los goles de la selección, sin lascivia ni cariño sino más bien besándose a sí misma. La dejé hacer sin entusiasmo.

En el hospicio no encajé con mis compañeros. Cuando vinieron a llevarme yo regresaba de la cabaña. Lo que encontré junto al árbol, en las piedras, era sangre, restos de una maldad de la que, sin querer, yo formaba parte por habérseme revelado como si necesitara de mí para manifestarse. También era culpable. Maldije la carrera acelerada en la que mis pies, rodando más deprisa que los pedales, delataban no una vuelta sino una huida. Sin embargo la joven asistenta me serenó en otros términos. Al parecer mi madre no pudo soportar tanta desgracia y había entrado en crisis. Durante el tiempo que estuviera internada los del gobierno cuidarían de mí. Los otros niños, residentes por derecho en la casa del gobierno, se ensañaron ante un intruso.
No es que fuesen malos; sólo tenían conciencia de clase, eso era todo. Al segundo día de estar ahí uno de ellos vino a verme a la habitación.
- Ten cuidado –avisó – no pueden obligarte a contar lo que no quieras. A los menores nos protege la ley.
Sin tiempo a entender apareció el psicólogo del centro. Le acompañaban tres hombres de uniforme. Se desabrocharon las cartucheras vacías.
- Buenos días Chus. Estos señores te van a hacer algunas preguntas. Serán buenos contigo, ya verás, yo me encargo.
Apenas pude contener mi llanto. Temblé convulsionado por un miedo nuevo. Pensaba en las piedras, en la sangre, en mi culpa por ir a la cabaña, en la maldad que inmiscuía a un niño en su juego, en la carrera atropellada. Pero en cuanto comenzaron me liberé del temor.
- Hola majo, ten un caramelo.
- Tu madre nos lo ha contado todo, aunque nerviosa. Queremos que nos ayudes un poquito. Pronto vendrá a llevarte a casa. – yo no le había explicado nada a mamá, por lo que no me interrogaban acerca de la sangre.
- Tienes diez años, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Quiénes vivíais en casa?
- Papá y mamá.
- ¿Siempre?
- Sí.
- ¿No vivió nadie más contigo?
- No.
- Pero, tienes otros familiares ¿no?
- Supongo. Todo el mundo tiene. Yo sólo he conocido a mi tío.
- Háblanos de él.
Aquí debía estar la trampa. Jamás recibía golosinas a cambio de nada. El caramelo cogió el mismo gusto de las monedas que me daba el doctor para alejarme de casa y proseguí alertado del sabor de cobre.
- Vino un día. Se quedó a dormir.
- ¿Con tu padre y tu madre?
- No. Papá ya había muerto. – Entonces se miraron como sobreentendiendo algo que yo no había dicho, como si la muerte de la que yo hablaba hubiera sido anterior a la que ellos certificaron. Pero yo estaba alerta. Yo conocía a mi madre. Yo tuve una intuición. Por eso, apoyándome en la inocencia de los diez años, afirmé: - Es lo que decía mamá.
- De acuerdo. ¿Hablaron de tu padre?
- Sí. Papá le debía dinero. Debía a mucha gente. – Fue la intuición, no yo, la que eligió este extracto de lo que oí en el bar.
- Volvamos con tu tío. ¿Llevaba algún objeto que, digamos, despertase tu interés?
- Me regaló un balón.
- ¿Nada más?. ¿Recuerdas si te enseñó algún revólver, aunque fuera para jugar?
- No.
- Y en tu casa, ¿teníais pistolas? – Dijo el único policía que hasta el momento permaneció callado.
- No, nunca.
- ¿Seguro?. Creo que tu padre tenía más de una. Piensa. Los niños sois muy fisgones. – se acercó a mí, un poco violento y yo nervioso me lancé a los brazos del psicólogo.
- No. No. No. Basta. Me estoy portando bien. Que no se acerque. Me da miedo.
- Se ha terminado – concluyó el doctor del centro. – Creo que ya hay suficiente para que corroboren la versión de su madre. Por favor, si me siguen...
Marcharon y yo me alegré de esta actuación postrera. En el centro me anunciaron que pronto volvería a casa. Yo también lo supuse pues comprendí el arrebato generoso de mamá al pagar la cuenta, su alegría tras el entierro, mi ausencia en el funeral, las crisis fingidas de no sé qué. Me imaginé a papá, esperando junto al árbol, a mi tío conducido por mamá hacia la trampa, y a mi madre ... resuelta, disparándoles o haciendo que se matasen. Si yo dudaba de algo era de que ella viniera a recogerme.
Sin embargo, vino. Se presentó con un vestido nuevo, de marca, y ceñido, de buscona. Subí a un taxi por primera vez que nos condujo por el sendero de la colina, el que llevaba a las casas de los veraneantes, a mi nuevo hogar. Y desde entonces era ella la que me daba monedas cuando recibía alguna visita masculina. << ¡Qué suerte>> - envidiaban mis amigos; y yo pensaba en lo provechoso de mi indolencia.

viernes, 23 de octubre de 2009

HALLAZGO

Inspirar: atraer el aire a los pulmones; espirar: expeler el aire. No puedo hacer ni una cosa ni otra. . No tengo consciencia de mis músculos y ya no puedo ver. Mi tronco rígido y a la vez ausente sirve de eje para que mis extremidades se muevan al vaivén de las corrientes marinas. Mis piernas se mecen hacia delante y hacia atrás al ritmo de las olas. Mis brazos suben y bajan en un aleteo lento sin responder a mis gobiernos. Se coordinan sin autonomía con el agua. Apenas ha transcurrido un instante desde la última contorsión, un esfuerzo por desasirme de esos agarrones que me sumergen en el mar. Ha sido el intento postrero que ha agotado cualquier deseo por liberarme. Un estallido de dolor recorre todo mi cuerpo. El sabor de la sal sustituye al gusto de la sangre que brota de mi nariz. Trago y trago sin parar entre fatales espasmos, pero mi garganta continúa seca por la asfixia. Además está ese peso sobre mi cabeza. La fuerza de varias manos presionando mi sien con violencia rabiosa como si quisieran desparramarme la retina. Espero no tardar en morir Al fin un momento de sosiego. Aunque no sé si es debido a la llegada del final o bien a un sorprendente acto de bondad. Unos brazos me tiran de las axilas sacándome a la superficie. Amago un grito y respiro, o quizás ese no sea el orden correcto. Lo único cierto es que una mano me aprieta de nuevo el cuello tirándome la cabeza, ya casi inerte, hacia atrás. Observo que chillan pero no los oigo y vuelven a golpearme como parte de un ritual inútil. El grupo de matones está dirigido por un hombre con la nariz rota, un vago recuerdo del día de ayer, alguien con quien hubiese preferido no topar. Una vértebra cruje cuando me zambullen de nuevo. Mientras las aguas roban mi aire no puedo apartar la vista de los cinco asesinos que han venido a buscarme esta mañana. Los mismos que antes de iniciar el castigo me han recordado una norma sencilla, fácil de entender y que todos conocemos en esta villa: no tomes lo que no es tuyo. Sin embargo ayer la infringí.
Con un vómito del mar comenzó mi suplicio. El día amaneció cegador, no por el sol que no se alcanzaba a ver sino por la intensa niebla que a menudo inunda nuestra costa. Un puente largo de invierno y poco dinero en los bolsillos es lo mejor para tener un poco paz y descanso. Al menos eso ocurre en mi aburrido pueblo donde cualquier día festivo se convierte en una improvisada y frenética huida. Desperté tras un sueño pesado y me acerqué a la playa sin más compañía que el periódico del día, una revista de crucigramas, un lápiz y un buen surtido de paquetes de tabaco. Si identificase los días con colores, ese domingo sería blanco: la niebla, mi ánimo, la espuma que depositaban las olas al entrar en la playa y el humo de mis cigarrillos. También la arena parecía un manto de cuarzo desmigajado cubierto con tiza, sin brillo, deslucido por la ausencia de sol.
Acomodé el trasero. Ni una voz. Nadie cerca. Solitario en la tierra prometida para los practicantes del éxodo veraniego. Perceptor único de los sonidos que se esconden durante el estío. Abrí la página de sucesos. Al parecer la lucha contra el narcotráfico había dado un nuevo giro. Otro lacayo cegado por la codicia. Fue descubierto en un robo a los suyos y escogió la opción menos prudente: la de entregarse a la policía y actuar como testigo protegido. Se trataba de uno de los tantos percebeiros que afectados por las vedas gubernamentales decidieron jugarse la vida en una actividad más lucrativa. Ahora usaban su antigua profesión como tapadera. Tras limpiar los islotes rocosos de percebes ataban fardos de cocaína en su lugar. Habían tejido una red de improvisados almacenes marinos a los que sólo ellos se atrevían a acceder.
Continué pasando páginas hasta la programación televisiva. Las noticias gastaron media cajetilla de tabaco. Para desentumecer las piernas anduve un rato a través de la cortina de luz opaca que formaba la niebla. Iba avanzando próximo a la orilla, jugando con las olas a lo largo de la bahía. Muy a mi pesar terminé con los pies empapados. Cerca de la ensenada me fijé en la presencia de un hombre junto a las rocas. Mantenía una actitud intranquila, de espera pero impaciente, alternando su mirada entre el horizonte y su reloj, como si en su esfera pudiese avistar aquello que aguardaba y no aparecía, seguramente la embarcación pesquera de algún conocido que llevase navegando más de la cuenta. Su cara evocaba un santuario destinado a la idolatría del dios tiempo. Las arrugas y los surcos profundos de la piel eran como ofrendas a la vejez. En los ojos sostenía una expresión acechadora y penetrante, llena de animadversión, una alabanza a la época madura. La juventud provenía de una potente mandíbula y de la negra cabellera; y la nariz rota, seguramente un recuerdo imborrable de la adolescencia, Ningún rasgo había de la niñez. Volví sobre mis pasos a resolver crucigramas alejándome de cualquier compañía pues quería estar solo.
No hacía demasiado viento, tan sólo una brisa fría, así que el mar sin estar del todo manso como los pocos días de verano que parece una balsa, tampoco rompía con fuerza contra las rocas como es habitual en estas fechas. Más bien diría que estaba acompasado. Inspirar y espirar. Eso hacía. Y para romper la harmonía, el vómito. Una ola escupió junto con su espuma un paquete. También blanco. ¡Un regalo! – pensé -. Estúpido, ingenuo u ocioso. Jamás había derrochado tanta insensatez. Por aceptar el obsequio soy merecedor de mi asesinato. El mar nunca ha sido generoso, jamás ha dado nada gratis. Como habitante de un pueblo costero debería saberlo. Los antiguos colonizadores lo sabían. Los buscadores de tesoros lo sabían. Los pescadores lo saben. Esa masa gigante de agua es... ¡El Diablo!. Ha mostrado nuevos mundos, exóticos paraísos para los aventureros más valientes; ofrece petróleo, gas y placeres auríferos; gestó el primer ser vivo. Pero todo tiene un precio y el mar es caro. ¿Cuántas almas de incautos habrá apresado en su limo ese Belcebú de salitre?

Estábamos en deuda y sin saber por qué yo fui el elegido. Me levanté de la roca y dejé mis crucigramas a un lado. Miré a diestra y siniestra. No había nadie. La ensenada parecía vacía. Así que me acerqué a la orilla y deshice los nudos de las tiras que envolvían mi hallazgo. En su interior: más blanco.