jueves, 19 de enero de 2012

PÚRPURA

- ¡Dios!
- Está muerto o a punto entre toda esta mierda.
Ambos cejaron de caminar sobre cadáveres de negros, así, casi de repente, al pisar pavimento firme, terreno uniforme de nuevo, tras dar el último paso que hollaba, pisando esponjosamente, cuerpos de la muchedumbre acribillada por quién sabe quién, estaban en Liberia, un infierno donde incluso los bebés iban armados. Luís trastabilló, girándose, para sentirse diminuto ante la montonera informe de despojos dispuestos en redonda a propósito, para dar la sensación de colina fúnebre.
- ¿Cómo las hacemos?- preguntó.
- Vuelve al centro de la masacre. Yo tomaré las fotos desde este margen. Mantente erguido, lo más que puedas. Quiero dar el efecto de cuadrante solar. Pillaré tu sombra como si la proyectase un gnomon. Así quedará bien delimitado este perímetro de muerte.

Daniel se alejó unos pasos con su equipo de fotografía, mientras las pisadas de Luís vacilaban al caminar de nuevo entre los cuerpos amontonados. Desde esa posición, derecho como la aguja horaria de un reloj de sol, daba la escala adecuada para que el objetivo de la cámara retratase la exacta dimensión de la masacre en aquel terraplén repleto de cuellos rebanados.

Uno sólo puede sustraerse del horror africano dejándose absorber en su paradoja; adentrándose en Ella. Y Liberia lo permitía. Cuánta mayor escasez de misericordia más patente era la abundancia. De lo sórdido. De la huida de almas.

Daniel se dejó llevar en aquel mundo. Su orbe se redujo a la podredumbre. Guerra y refugio; y éste último, tortuoso y a la vez bélico. Lóbrego como el cielo ceniciento que dejaban los soldados tras mutilar un poblado entero.

Luís sobrellevó aquello de manera diferente. Cuando el horror surgía entre la humareda él se horrorizaba. Reaccionaba con pánico ante lo espantoso. Pero, como recompensa, en la calma decía: << Parece que será una noche tranquila. Aprovechémosla para dormir>>.

Sin embargo, Daniel no supo hacer lo mismo. No se acomodaba a lo dispar. Una ritualidad brutal había poseído a a la turba, el peor enemigo del individuo y por tanto de la conciencia propia. De modo que al cese los disparos, se encontraba incómodo en medio del silencio. Tenía la convicción de que en aquel lugar la mayor injusticia sería permitirse descansar, distraer los hechos. Rehuyendo la intimidad se convirtió en un insomne.

Llegó sin buscarlo. Al engaño, me refiero. El reportero jugó a despistar su angustia dejándose llevar. Al principio sí que anhelaba momentos de paz. Pero le fueron imposibles. Ni siquiera en los breves instantes de mansedumbre creía ser merecedor de la serenidad que la tregua le brindaba. “ ¿Cómo puedes descansar en este infierno?” - preguntaba a su compañero. “ Porque tengo sueño” .

Y así, lentamente, se sumergió en el tormento, su asilo hallado, que por constante, lo consideraba grato, estabilizador.

Iba con asiduidad a la cabaña de juncos. Noche tras noche descorría una de las cortinas – todas iguales – y reposaba en uno de aquellos camastros de sábanas sucias apenas oreadas; reutilizadas, como Púrpura.

La llamó así por la dificultad de pronunciar su nombre kpelle y por una película de esclavos – El color Púrpura – que había visto. Fue con ella porque sí, la escogió al azar, pues aquellas mujeres olían todas igual, a pachulí, y porque aquel tenue alumbrado de velas sólo dejaba intuir su aspecto.

Retomaba cada visita como si no hubiera transcurrido el día, para abrazarse con desgarro a aquella voluptuosidad de pies desacostumbrados al calzado. Daniel no era un novato de lupanar; tal vez fuera la crueldad de esa guerra; quizás por la confusión de ánimo quiso creer en su puta de ébano. Se desentendió de los orgasmos para centrarse en un candor distorsionado por las imprecisiones de la ebriedad.

Los siete meses de testimonio de orgías de sangre y de arrobamientos etílicos llegaban a su fin. El ambiente le sugería regreso; quedaban pocos por ver matar o sentir aborrecer. Ella se sentó junto a él en el camastro, desnuda y portando el encargo que le había hecho. Los negros del local la vendían.” Casi me indigna”- pensó Daniel, interrumpiéndose para esnifar –“ que me cueste encontrar agua potable o comida, pero que sólo tenga que susurrar a una puta cualquier vicio para conseguirlo”. Y le dijo después de acariciarla:
- Tienes pies de selva- . Ella reía sin comprender.
Y tras rozarle la palma de una mano con el dedo índice, siguiendo las líneas de la fortuna:
- A ti no te han civilizado. Ni conoces ni conocerás la maquinaria – y siguió sintiendo los dactilares de Púrpura, que ella movía con cuidado, como una raspa.

Ella le tumbó. De rodillas, abierta sobre las piernas de Daniel entretenía sus movimientos. En todas las visitas que compartieron, él, negado por el alcohol y sus pensamientos, fue incapaz de hacer otra cosa que fingir que daba crédito a los orgasmos de ella. Nunca eyaculó.

Pero esta noche Púrpura parecía implorarle. Él la comprendió “quiero que tú saques leche”. Y mientras sentía el recorrido de sus labios concilió despacio el placer del sueño.